Desperté. En el Cielo no existía ni día ni noche
pero mi cuerpo se adaptó perfectamente y simplemente sabía cuando tenía que
acostarme y cuando levantarme. Ese día, era especial para mí. Era mi
cumpleaños. Y no solo eso. Era mi decimosexto cumpleaños. Lo que significaba
que por fin podría ir a la Tierra desde mi muerte. Sonreí. Qué lejano me
parecía aquello. A veces me gustaba soñar con esos acontecimientos. Me estiré.
Desplegué las alas. Posiblemente no lo sepáis, pero si no despliegas las alas y
estiras las alas por la mañana luego se te agarrotan y cuesta moverlas.
Fui a buscar a Bernardo. Aquella era mi rutina de
las mañanas. Levantarme, estirarme, ir a buscar a Bernardo y a entrenar. Los
ángeles tampoco comemos. Como mucho, alguna vez bebemos un líquido que se
parece al agua pero que se llama Di Potum, que significa: ‘Bebida de los
Dioses’ en latín. Es una bebida que tiene todas las características del agua
pero que sólo la beben los ángeles. Bernardo me dijo una vez, que se creía que
fortalecían a los ángeles.
Abrí la puerta de mi habitación y me encontré a
Bernardo en el umbral, sonreía y tenía las manos en la espalda. Le sonreí.
Siempre me alegraba de ver a Bernardo. Siempre había estado cuidándome, tenía
algo… Paternal, y desde siempre he tenido la sensación de que lo conocía de
algo. Me eché hacia atrás y volví a entrar en la habitación. Bernardo entró
detrás de mí cerró la puerta.
De una de sus manos sacó un paquetito blanco, con un
lazo plateado que cerraba la cajita. Me lo tendió. Lo cogí, entre sorprendida y
contenta. Nunca antes me habían hecho un regalo de cumpleaños desde que estaba
en el Cielo. Allí, no eran muy importantes los cumpleaños. Sólo el décimo y el
decimosexto tenían alguna importancia. Deshice el lazo, y abrí la cajita.
Dentro, rodeada de terciopelo blanco, había una pulsera.
La pulsera, como no, era blanca. Era una especie de
tubo doblado en un círculo perfecto. Tenía un cierre de plata. Me encantó desde
el primer momento. Me la puse. Alcé la mano para que Bernardo la viera. Sonrió.
-Esta pulsera, es mágica, cuando
estés en la Tierra matando demonios, te avisará cuando haya uno cerca. Es útil,
la verdad, pensé que hoy podrías necesi…..
Le abracé. No pude evitarlo. Le
tenía mucho cariño. Era como mi ‘padre’ en el Cielo, había estado cuidándome y
enseñándome todo desde que morí.
-Venga, venga. –Dijo, separándome. Lo hizo con
delicadeza y sonreía con cariño. –No nos pongamos cursis, hoy es el gran día,
por fin irás a la Tierra. Vamos.
Y fuimos a un salón en el que Bernardo me ha estado
enseñando todo desde hacía tantos años.
-Recuerda que no puedes ir a ver a tu padre. Aunque
tengas muchas ganas. También has de recordar todas las formas de matar y ahuyentar demonios. Si la pulsera vibra, significa que hay demonios cerca. No te adentres
en lugares oscuros tú sola. Si vibra y no ves nada, alza el vuelo para evitar
que estén detrás de ti. Y… Y ten cuidado. No me gustaría que te pasase nada. Ya
sabes que los mentores no podemos ir en la primera noche.
Sonreí.
-Tranquilo, sólo me lo has repetido unas… ¿80000
veces?
El, me devolvió la sonrisa. Continuamos repasando
lecciones para la gran noche que me aguardaba. Cuando por fin llegó el momento,
me entró el miedo y la preocupación se apoderó de mí.
Varias preguntas daban vueltas en mi cabeza. ¿Y si
yo no valía para espantar demonios? ¿Y si moría esa noche? Ya no habría vuelta
atrás, iría al Paraíso. Bernardo me habló de ello una vez. Los ángeles que
mueren ya no pueden ir al Cielo así que van al Paraíso. ¿Y si un ángel oscuro,
me llevaba al Infierno?
Bernardo, debió de sentir mi preocupación porque me
dijo:
-Tranquila, lo harás bien. Y ahora ve, ya hay algunos ángeles junto al guardián.
-Tranquila, lo harás bien. Y ahora ve, ya hay algunos ángeles junto al guardián.
Como cada día, deseo que os guste.
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